Ciento Veinticinco Minutos

Ciento Veinticinco Minutos

Corría la chica por ese extraño bosque, jadeando y con lágrimas en sus ojos. Nunca creyó mucho en Dios, pero el miedo cambia a las personas. Esta le pedía, no, le rogaba a un gran arquitecto universal que la salvara. Al parecer este no se encontraba trabajando ese día, ya que las súplicas de la chica nadie las escuchó. Nadie más que ella y su perseguidor.

Ella solía amar la naturaleza, solía amar este bosque, ahora el lugar en el que perdería toda esencia de vida. Y permanecería hasta que la naturaleza que tanto amaba acabase con los restos terrenales en los que su alma una vez se cobijó.

Su corazón palpitaba al ritmo en el que ponía un pie frente al otro mientras corría a ciegas por ese laberinto de árboles y arbustos. De manera repentina, la gravedad la hizo caer y golpear su rostro con la tierra húmeda. Temiendo por su vida comenzó a arrastrarse por el suelo, gritando palabras desesperadas.

-¡Auxilio! ¡Por favor, alguien ayúdeme!

Lágrimas de terror se deslizaban por el rostro de la chica mientras repetía de forma desesperada una y otra vez las mismas palabras. Lo único que logró callarla fue el deslizar de la daga de su perseguidor por su cuello. Arcadas emitía ahora la chica, mientras esperanzadamente llevaba las manos a su cuello, en un patético intento de retrasar lo inevitable. Poco a poco el suelo a su alrededor, iluminado por una linterna, se teñía de escarlata. En igual medida la chica perdía la consciencia, cerrando los ojos por última vez sin haber sido auxiliada, sin que sus gritos fuesen escuchados, sin que sus plegarias fuesen respondidas. La chica entró a ese bosque y no salió más, el mundo la abandonó allí, Dios la abandonó allí.

Pero, la muerte de la chica no es de lo que les quiero hablar. Lo que quiero contarles, es cómo pasó sus últimas horas de vida la inocente joven.

El Sol ya se había ocultado en el horizonte cuando nuestra chica conducía por una carretera que según ella y muchos otros conductores era segura. Tan segura como cualquier carretera a la mitad de la nada, quiero decir. Según sé, su auto se habría quedado sin combustible, su pareja habría olvidado cargarlo o algo así, no presté atención a los detalles. ¿Suena bastante cliché no es así? Pues, lo es, y es que es difícil para el gran arquitecto universal ser original habiéndolo creado todo ya.

Entonces, sigo con la historia, la chica estaba varada en esa carretera sin combustible, y si ya suena cliché, déjame decirte que tampoco tenía señal celular. Al cabo de un rato y a medida que la oscuridad se cernía sobre el entorno, la chica pudo ver las luces de un auto acercarse a la distancia, por lo que hizo lo que pudo por llamar su atención. Agitaba los brazos en el aire y gritaba como si el conductor pudiese escucharle.

Su príncipe azul detuvo su carroza de metal y bajó de ella para auxiliarla, o eso creyó la chica. Ella se sentía aliviada, al fin alguien podría ayudarla, comenzó a relajarse y se acercó a hablar con el sujeto.
-Hola, muchísimas gracias por detenerte, me quedé sin combustible y no tengo señal, ¿puedes ayudarme?-preguntó la chica al extraño.

-¿Estás sola aquí?-Replicó el extraño apuntándole con una linterna mientras se acercaba.

-S-Sí, lo estoy. ¿Podrías prestar—

La pregunta de la chica la interrumpió una mano que bruscamente la tomó por el cuello y pegó su espalda a la puerta del auto. Un grito de terror fue lo que dejó salir mientras la presión ejercida en su garganta aumentaba.

Nuestra chica en cuestión comenzó a golpear con sus puños recién formados el brazo que la retenía en un infructífero intento de liberarse del agarre que la dejaba sin oxígeno. Durante unos segundos la chica luchó con ese brazo, pero finalmente una idea llegó a su mente. Sin pensarlo dos veces, pateó con toda la fuerza que pudo la ingle de su agresor, causando que este se desplomara al piso y dándole tiempo para respirar libremente mientras se reincorporaba y daba vuelta para ver al sujeto. Él seguía en el piso, en una especie de posición fetal ante el dolor que le había provocado.

Viendo su auto y el de su atacante como opciones, en menos de un segundo se decidió por el del sujeto. Sus pies golpeaban el asfalto tan rápido como ella inhalaba y exhalaba el frío aire nocturno.
Su nariz y mejillas estaban rojas por la temperatura y cada vez que exhalaba dejaba salir una pequeña nube de vapor que inmediatamente ascendía y se perdía en el cielo. Al llegar al auto, los intentos por abrirlo se volvieron los segundos más largos de su vida. Y acabaron en completa decepción cuando se percató de que la puerta había sido cerrada con llave. La ansiedad invadía su mente. Con su corazón galopando como un caballo en un hipódromo, y su agresor levantándose del suelo, la chica tomó la opción de arriesgarse y correr hacia el bosque.

Nuevamente golpes de zapatillas en el asfalto. Tras unos  segundos los golpes desaparecieron y se adentraron en el espeso bosque, para nunca más salir.

La joven corría como un infante tras su juguete favorito, pero, no la impulsaba lo mismo que a un niño, a ella el miedo ya la había consumido por completo. Quizá el miedo tardó demasiado en aparecer dentro de ella, le habría ayudado a prevenir la falta de combustible, o a prevenir su muerte. Podríamos culparlo por lo que le pasó, pero eso no es a lo que vengo.

A los oídos de la chica lo único que llegaba era el sonido de su agitada respiración y el de sus pies sorteando rápidamente ramas y rocas en su recorrido fúnebre. A esto se le iba a añadiendo poco a poco su llanto, comprensible, el llanto no puede faltar en esta historia. ¿Has escuchado eso de “La curiosidad mató al gato”? Bueno, esta es una de esas situaciones.

La joven ya no escuchaba al sujeto, no escuchaba nada más que a sí misma, por lo que decidió que era tiempo de ver si su atacante se había rendido y vuelto a casa a tomar el té de la noche. La oscuridad abundaba en el bosque, por lo que no podía ver mucho a más de unos cuantos metros de distancia. Sin embargo, decidió voltear, mientras corría.

Girando su cuello unos noventa grados intentó ver de reojo el camino que había tomado a ciegas cuando, tropezó. La chica cayó al suelo. Se arrastró y suplicó, pero eso ya se los dije.

Estuvo alrededor de dos horas esperando en la carretera y un máximo de cinco minutos corriendo por su vida. Esto suma ciento veinticinco minutos, más o menos, de la más pura desesperación, la más corrosiva ansiedad, y la quintaesencia del miedo.

Finalmente, su cuerpo quedó allí para unirse a su amado bosque luego de que acabaron con su vida.


- ¡!

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